Por un tiempo la tristeza se estacionó en mi alma, y se ocupó de mi vida como si quisiera quedarse.
La muy cabrona pensó que esa era su casa y que podía venir a tomar posesión de todo lo que se encontraba ahí. Llamó a los pensamientos negativos, los invitaba a la fiesta y les hacía creer que esa también podía ser su casa. Las lágrimas se instalaban en mi cara, y eran ya, como parte del paquete. ¿Hasta dónde podemos permitir que las situaciones nos dominen? ¿Hasta qué momento cada persona llama a gritos a sus límites para que pongan alto al destrozadero que hacemos con nosotros mismos?
Yo, por mi parte llegué a mi límite cuando me di cuenta de lo que me estaba haciendo… cuando conté en un calendario los días que llevaba llorando… ¡Sin parar! Y entonces me di dos cachetadas bien puestas, analice cada situación que me dolía, que parecía desgarrarme. Dejé de culpar al destino, a mi mala suerte, a los idiotas que “me hacía llorar”, a mi genética, a lo que no tenía. Pero dejé también de culparme a mí, por no ser lo que me habían enseñado, por mis mañas y mis manías, por mi codependencia mal atendida, por las verdades o mentiras mal dichas, mal contadas, o mal elegidas, por las equivocaciones y sobre todo por las grandes traiciones que había hecho hacia mi persona.
Desperté ese mismo día del letargo auto impuesto, y tomé la decisión de vivir cada día con la mayor sonrisa que pudiera regalarme, con la mejor actitud que lograra rescatar, y con la el mejor impulso que supiera articular. De ahí en adelante me di cuenta todo lo que había aprendido, y lo que podía usar a mi favor, me percaté del regalo diario que me daba la vida, y del tesoro que significaba despertar con todas las decisiones frente a mí. Sólo estaba yo, para entender, procesar, aprender, y actuar. Fue en realidad en ese momento, cuando comencé a vivir.