Si hay algo que espero con ansia, es el viaje anual que hago con mis amigas del alma. Es sin duda, un momento mágico añorado por todas desde el mismo instante en que regeresamos del viaje anterior.
En realidad, nunca nos ha interesado mucho el lugar al que vayamos; ni son lugares sofisticados, ni buscamos lujos o recorridos distantes. Lo que realmente importa para nosotras, es darnos ese maravilloso espacio juntas.
Un viaje puede estrechar lazos o romperlos para siempre. Pero para este grupo, desde hace ya varios años, es un momento mágico. Y me parece mágico porque se conjuga un poco de todo. Tal vez nos decidimos por una playa cercana, o un lugar pintoresco. Desde el momento en que salimos, el ambiente se respira limpio y relajado.
La plática comienza de inmediato. Con las amigas se puede hablar de ¡cualquier tema! Trabajo, hombres, hijos, responsabilidades, gustos, confesiones... El ambiente se vuelve propicio para pasar de una plática a otra sin hilación alguna. Turnamos de la risa al llanto sin juicios ni extrańamientos... Somos capaces de comprendernos tan sólo con la mirada, pero aún así nos damos el tiempo de escuchar atenta y pacientemente a cada una, conectando con su alma y sus angustias. Festejando sus logros y alegrías. Podemos dar nuestra opinión, o guardar un absoluto silencio. No importa lo que hagamos, se transmite un profundo respeto.
Después de pasar un par de días juntas, estamos listas para regresar a nuestras labores cotidianas, nos sentimos recargadas de energía y desahogadas por completo. Hemos reído hasta llorar, y hemos llorado hasta terminar en carcajadas. Descansadas y liberadas de nuestras cargas.
Es por eso que agradezco a la vida por darme la extraordinaria oportunidad de contar con este clan, en dónde nos sentimos queridas y apoyadas. En donde no es necesario fingir, quedar bien o justificarse de ninguna forma. En donde la hermandad y complicidad afloran y nos regalan un momento fascinante de paz y pertenencia.